Al cruzar el Atlántico y echar raíces lejos de casa, unas pocas vides americanas afortunadas han sobrevivido a la extinción y florecido en nuevas tierras. Como todos los refugiados, su capacidad para adaptarse a nuevos paisajes y culturas ha sido crucial. Inicialmente consideradas curiosidades exóticas, estas uvas americanas exiliadas se han convertido en componentes importantes de los paisajes vitícolas de todo el mundo.

Antes de la colonización europea de Norteamérica en el siglo XVI, muchas especies autóctonas de Vitis -clasificadas botánicamente como labrusca, aestivalis, riparia... - vides silvestres americanas- eran utilizadas por los indígenas para la alimentación, no para el vino. Después, los inmigrantes europeos trajeron esquejes de sus propias vides con la esperanza de producir su propio vino en el Nuevo Mundo. Todas estas variedades europeas pertenecían a una única especie de vid, la Vitis vinifera, que, como el trigo para el pan, ha viajado con la humanidad desde los orígenes de la agricultura.

Estas vides viníferas no encontraron las condiciones adecuadas y sucumbieron rápidamente al frío, las enfermedades y los insectos depredadores. Sin embargo, algunas lograron sobrevivir lo suficiente para que sus flores liberaran su polen en bosques poblados de especies americanas. Estos contactos fortuitos dieron lugar a toda una nueva clase de uvas híbridas euroamericanas.